viernes, 20 de julio de 2012

Siempre podemos cambiar

Siempre podemos cambiar

Cuesta, pero siempre se puede. En nuestra vida personal, muchas veces torcemos un destino que parecía pre fijado, decidiendo tomar otro camino o encarando las cosas de otra manera.
Hay personas que no les gusta el término cambiar, ya que piensan que las personas no cambian. Puede ser cierto. Entonces, quizás, podamos evolucionar. Al decir del diccionario de la Real Academia Española podemos: “Mudar de conducta, de propósito o de actitud”.
En el mejor sentido darwiniano, podemos evolucionar como especie, mejorando quienes somos para poder adaptarnos y continuar formando parte de los habitantes de esta gran nave - el planeta Tierra- que surca el espacio, desde no se sabe cuándo ni dónde, ni hasta dónde, ni hasta cuándo.
Nuestro único límite es la muerte, como sabiamente nos dicen y nos marca el sentido común. Y, quizás, tampoco la fragilidad de nuestro envase exterior sea el límite. En esta materia, diversas religiones, creencias y corrientes de pensamiento nos muestran la continuidad de nuestro Ser, más allá del ocaso del cuerpo.
Sin llegar a este extremo y entrar en una polémica, la continuidad expresada en nuestros hijos, representa la esperanza de evolución antes mencionada.
Más aún, en nuestro presente como padres, está el germen de lo que será nuestro futuro, en donde no estaremos precisamente nosotros, pero sí el paquete biológico, de creencias y valores representados en nuestros hijos, sus hijos y los que les continúen.
Ahora, bien, por qué es difícil cambiar/evolucionar. La verdad, es que no lo sé.
Desde chico he sentido estar frente a un mal augurio, al decir de los romanos. En el plano familiar, al decir nuestro padre que estábamos meados por un elefante, cuando las cosas no nos salían o bien desde siempre, primero como observador, para luego como actor vivir la continua emergencia sin esperanza en la que nuestro país está sumergido.
En ambos casos, el destino parece marcado e ineludible. Fuerzas internas y externas, en el decir de mi padre y de los políticos, coadyuvan para que no tengamos chances de maniobra ante la oscuridad a la que estamos predestinados a vivir.
Respeto y quiero mucho a mi padre. Lo entiendo y me consta su buena fe. Yo mismo me enfrento, todos los días, con las mismas sensaciones y realidades, y tiendo a pensar que enormes paquidermos vierten su orín sobre mí. Siempre tengo una excusa, para dejar de hacer o no encarar determinada cosa (siempre se puede cambiar y siempre, también, hay una excusa). Esta es una de las cosas que no me gustan de mi educación. Batallo como padre, esposo y ciudadano, todos los días, para cambiar lo que “no se puede cambiar”. No es fácil y muchas veces no lo logro.
Me doy cuenta que la única manera que existe para ser parte de este presente y para cambiar/evolucionar el estatus quo es: ser actor en mi vida. Es decir hacerme cargo de lo que soy y de lo que hago, poniendo lo mejor de mí para vivir la realidad que me toca.
Ahora bien, todos los días y desde hace muchos años, escuchamos, de boca de quienes nos gobiernan, que la culpa de lo que nos pasa es siempre de los otros, vengan éstos de nuestra propia tribu o de lugares lejanos, todos confabulados para hacernos daño, quizás, envidiosos de nosotros.
Como en la anécdota familiar, la excusa externa (recordemos a los elefantes), no basta, cansa y termina siendo un discurso monótono, que se manifiesta en una escasa e ineficaz acción.
Como me dice mi mujer: “siempre la culpa la tienen los otros ¿vos no tenés ninguna responsabilidad en este asunto?”. A fuerza de repetición y de caras de malos amigos, el concepto me ha ido entrando.
Por ello, me digo a mi mismo, a los demás y, sobre todo, a los que les toca el honor y la responsabilidad de gobernarnos: “no más excusas y culpables foráneos, seamos todos actores del papel que nos toca interpretar, cumplamos con lo que decimos ser, honremos nuestra palabra, busquemos todos el bien común y fundemos las bases para un futuro con esperanza, para nosotros y para todos los que nos continúen”.
A no desfallecer en el intento, teniendo siempre la vista en el horizonte como meta, transitando de la mejor manera el camino que nos queda para llegar al próximo puerto, confiados en que podemos cambiar, evolucionar, siempre como actores y no como meros espectadores.

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